Roatán, Islas de la Bahía
19-21/04/13
Manejamos hasta La Ceiba y dejamos los carros en el estacionamiento de la terminal del ferry Galaxy Wave. Era apenas la segunda vez en mi vida que visitaría la isla de Roatán, pero era la primera vez que iba por ferry. El equipo misionero no era grande, y nuestro equipaje era liviano. Los instrumentos que llevábamos eran todos acústicos, y no llevábamos ningún equipo de amplificación de sonido.
Abordamos con anticipación y entusiasmo. Me sentía como en una escena de El Crucero del Amor, cuando el bote zarpa y todos los pasajeros en cubierta se despiden de los parientes que quedan en el muelle. La emoción aumentaba a medida que el ferry tomaba mayor velocidad.
Hasta que llegamos a mar abierto.
La nave atacó las olas - suspendiendo la proa en el aire y cayendo con fuerza sobre las aguas. El ritmo del vaivén. El grave zumbido del motor. El sol inclemente. Las sonrisas de mis compañeros se habían tornado en labios apretados. Si estaban pasando lo mismo que yo, también estarían calculando probabilidades. ¿Me voy al servicio sanitario y arriesgo encontrarlo ocupado, o vomito por sobre la baranda y arriesgo rociar a los pasajeros de la planta baja?
Luego de más de una tortuosa hora, llegamos a Roatán. Mareados y pálidos, pero afortunadamente ninguno vomitó.
La Pastora Nelson y sus hijos nos recibieron en la terminal. Nos metieron en un busito y nos llevaron a comer pollo frito a la par del parque central de Roatán. Ahora, llamarle parque central es ser generoso. Uno, porque es más bien un pequeño jardín con bancas. Y dos, porque no está situado nada cerca del centro de la población; mucho menos de la isla. Pero para todo efecto práctico, éste era el parque, y nuestro hospedaje quedaba a un par de cuadras.
El seminario y los talleres se impartieron en las instalaciones de los Pastores Arturo e Ivis Martínez, con quienes hemos seguido teniendo relación años más tarde. Ahí escribimos Ven, Espíritu de Dios y Santo Cordero. Ellos ya tenían programada una reunión de jóvenes para cuando recibieron notificación de nuestra llegada, y no la habían podido cancelar. Pero nos extendieron una gentil invitación para que, después del altar de la segunda noche, llegáramos a compartir con los jóvenes.
La primera noche nos ubicamos en un área abierta del parque y tuvimos un lindo tiempo de adoración junto a varios fieles de las iglesias locales. Pero el día siguiente, mientras impartíamos el seminario, llegó noticia de la alcaldía: Nos estaban cancelando el altar de la segunda noche, porque era la apertura del carnaval de Roatán.
Después de meditar y orar un poco, me fui al centro como a la hora de almuerzo. En el lugar donde habíamos estado adorando la noche anterior, había ahora una tarima con techo de lona. Unos técnicos estaban instalando el equipo de sonido. Procurando ser lo más simpático posible, comencé a platicar con ellos en la esperanza de que quizás nos permitirían usar sus instalaciones esa noche. El caballero me explicó que no tenía la autoridad para decidir eso, pues habían sido contratados por la alcaldía. "Ahí solo que hable con la vice-alcaldesa", me dijo. Para la gloria de Dios, justo en ese instante pasó la vice-alcaldesa, y el caballero me la señaló.
Corrí tras ella, alcanzándola frente al restaurante de pollo frito donde habíamos almorzado el día anterior.
- Buenas tardes, señora vice-alcaldesa. Soy Elías Rodríguez y vine desde La Lima con un equipo para una actividad de adoración en el parque central. Tenemos permiso de la alcaldía, pero hoy nos informaron que nos lo quieren cancelar.
- Sí, estoy al tanto. No sé por qué le firmaron ese permiso. La verdad es que no debían haberle autorizado su actividad, porque todos los años se hace el carnaval de Roatán en esta fecha.
- Lo entiendo, señora vice-alcaldesa. Y estamos en la disposición de colaborar si tan sólo usted nos permitiera cantar tres canciones en aquella tarima de allá, usando el equipo de sonido que la alcaldía contrató.
- Ay, joven, mire... Lo que ustedes andan haciendo es algo de Dios, y el carnaval es algo que... ¡Que no combina para nada!
- Puede ser, señora vice-alcaldesa. ¿Pero no nos permitiría que oremos para que en este carnaval no haya accidentes? ¿Pedirle a Dios misericordia para que no haya violencia? ¿Que no haya muertos?
- ¡Tiene razón! ¡Venga, vamos a arreglar eso!
Y me llevó donde los sonidistas, donde la secretaria de la alcaldía, y donde el encargado de seguridad, explicándoles a todos lo que andaba haciendo, y que tenía autorización firmada, y que debían darme todo su apoyo para que esa noche, antes de iniciar el carnaval, mi equipo y yo adoráramos a Dios.
Por la noche, presintiendo en mi espíritu que no todo estaba listo, nos fuimos temprano al parque. En la calle, el ambiente de carnaval ya se hacía sentir con ventas de comidas, cerveza y achines. Cada dos o tres cuadras había una tarima o una disco móvil. En el parque, nuestros técnicos hacían retumbar la calle con sus pruebas de sonido. Además de los sonidistas, andaba el artista que se presentaría esa noche. Los saludé con un amable recordatorio de lo que la vice-alcaldesa nos había concedido. Ellos estaban al tanto, pero no significaba que les gustara la idea. En realidad, no nos querían ahí.
Los cristianos comenzaron a llegar y se ubicaron nerviosamente en las bancas cercanas. Éste era precisamente el tipo de ambiente que habían aprendido a evitar por años. Era como haberse ido a meter a la boca del león. Algunos querían irse, pero le hacían valor.
Cuando se acercaba la hora, los chicos y yo nos subimos a la tarima con disimulo. Fingiendo ingenuidad les preguntábamos a los técnicos dónde ubicarnos. Dónde conectarnos. Dónde estaban los micrófonos. Pero los tipos no colaboraban.
Poco a poco, la calle se iba poblando con los celebradores del carnaval. Los hermanos evangélicos estaban ya muy inquietos, y se acercaron para decirme que querían retirarse. En eso, capté la imagen de la vice-alcaldesa caminando apresuradamente. Salté de la tarima y logré alcanzarla para explicarle lo que sucedía. Con una furia que me lleva a creer que ya estaba harta de los caprichos de los sonidistas, regresó a darles una de las bañadas públicas más ácidas que he presenciado.
A regañadientes, los tipos apagaron su bum-bum-bum y nos dieron el sonido que necesitábamos. Para cuando finalmente iniciamos, la mayoría de los cristianos se habían retirado. Levantamos el altar con un puñado de valientes y un par de borrachos de la calle. Cantamos las tres canciones que el Señor había puesto en mi corazón, dimos las gracias a los técnicos y nos marchamos a compartir con los jóvenes en el templo.
Y esa fue la vez que abrimos el carnaval de Roatán.
La Ceiba, Atlántida
31/05/03 - 2/06/13
Cuando regresamos a La Ceiba, la asociación de pastores estaba más involucrada. Al menos en cuanto a hospedarnos y alimentarnos. Por muy buena que es la intención, no mucho me gusta cuando me hospedan en un lugar de mejor categoría que el de el equipo. Pero Jesús dijo que nos quedemos donde nos hospeden y que nos comamos lo que nos sirvan, y no dijo que tenía que gustarnos. Al equipo lo ubicaron en el alojamiento de un ministerio; a mi familia y a mí, en un hotel. Ambos lugares quedaban más o menos equidistantes del templo donde impartimos el seminario y los talleres, por la entrada a La Ceiba. Pero quedaba lejos del centro de la ciudad y del recientemente remodelado parque central.
La Ceiba tiene su propia cultura musical, fomentada en parte por su carnaval, que es uno de los más visitados del país. De La Ceiba han salido muchos cantantes y conjuntos con grupos de baile. De alguna manera, esto se refleja también en la iglesia. Muchos de los participantes de los talleres tenían algún tipo de formación ya. Las jovencitas que participaron en los talleres de danza mantenían sus núcleos eclesiásticos, bailando sus bien ensayadas rutinas con sus compañeras de siempre. Les resultaba casi imposible danzar con libertad, por el simple gozo de alabar al Señor con recién-conocidas hermanas. Después de un taller, una de ellas le expresó a Abbie: "Nosotras no iremos al altar de hoy, pastora. Tenemos una participación en un concurso de grupos de danza esta noche."
En los talleres con los cantores se daba algo parecido. Cuando todos saben, cuando todos son buenos (o, peor aún, cuando todos creen que saben y que son buenos), resulta imposible ser democrático. Alguien tiene que tener la última palabra, y algunos de los ceibeños hacían sentir que deberían ser ellos.
Durante el receso en que recopilamos las canciones, noté que Ana estaba frustrada. Traía la canción de su taller, pero no estaba satisfecha. Ella sabía que habían comenzado con algo inspirado por el Espíritu Santo, pero el profesionalismo de uno de los muchachos de su taller se había interpuesto repetidamente, de manera que habían terminado con algo completamente distinto. Técnicamente bueno, pero espiritualmente inerte.
- Tenés que preguntarte, Ana: ¿Voy a cantar esta canción en la iglesia si la dejo como está?
- No.
- ¿La cantarías si fuese como era inicialmente?
- Sí, pero no quiero lastimar al hermano.
- Bueno, pero sos vos quien está impartiendo el taller. Además, ¿crees que verás a este hermano alguna vez más en tu vida?
- No. Pero necesito ayuda para terminarla.
Siempre disfruto colaborar en las composiciones de mis hermanos. Y cuando ellos ya tienen prácticamente todo hecho pero necesitan mi ayuda con el último toque, es como ser contratado a la hora undécima y recibir el mismo pago que aquellos que trabajaron todo el día. Fue así como escribimos Mi Refugio. También escribimos ahí Engrandeced a Jehová Conmigo, Espíritu Santo, Clamé a Jehová, y Bendita la Nación. Con dos prolíficas visitas a La Ceiba, creo que es la ciudad donde más hemos compuesto, después de La Lima.
Tuvimos dos noches de altar en el parque central. La primera fue marcada por ser la única vez que el Señor me indicó tomar una ofrenda, y era para ser repartida entre dos viudas que estaban presentes. Al terminar, mientras guardábamos el equipo de sonido, unos pastores se acercaron para saludarme y ofrecerme sus palabras de ánimo. Qué lástima que no hayan apoyado más pastores. Pero no se sienta mal de que no haya venido mucha gente. El Señor está agradado con lo que ustedes están haciendo. (Gracias, pero no me siento mal.)
Para la segunda noche, la asociación de pastores nos pidió si podían usar nuestro equipo de sonido, ya que esa tarde tenían un desfile que culminaría con actos públicos en el parque. Ellos nos permitirían usar la tarima que dejarían instalada. Y si modificábamos nuestro programa, hasta podríamos comenzar el altar justo después de los actos de la asociación, para tener mucha más gente.
A veces me resulta muy difícil explicar que no me interesan las multitudes en sí. No me dan miedo, pero tampoco siento un deseo desmedido por tener más gente reunida escuchándome. Prestamos el equipo de sonido, incluyendo a los bendecidos hermanos que lo transportaron, instalaron y manejaron. Pero no alteré el programa como para garantizarnos un mayor público. Los que entendiesen lo significativo del altar, estarían allí. Los que no, no.
En efecto, no fuimos muchos en el altar. Pero estaba Jonatan Linares, un joven adorador y cantautor que participó en el seminario y taller, y con quien mantenemos relación hasta hoy.
Personalmente siento que la tarima separa a la gente en nosotros y ustedes, y eso es contraproducente a un altar de pocas personas. De cierto número en adelante, la tarima se vuelve un mal necesario. Nosotros terminamos usando la tarima para la segunda noche; no porque hubiese tanta gente como para necesitarla, sino porque nuestro equipo de sonido ya estaba instalado ahí.
En gratitud y sencillez de corazón, adoramos al Señor con salmos, himnos, y con los nuevos cánticos que acabábamos de escribir. Y luego Angie me pidió prestada mi guitarra, y me reventó una cuerda. Ni modo; esas cosas pasan. Era mayor el gozo de saber que habíamos regresado a cumplir una deuda pendiente: el altar de adoración en el parque central de La Ceiba.
La mañana siguiente, bajé al vestíbulo del hotel a firmar el egreso. Un televisor mostraba el concierto de un conocido artista cristiano, en un estadio lleno con miles y miles de personas que cantaban sus canciones al unísono. En eso, sentí al Espíritu Santo preguntándome: ¿Quisieras eso? Era como si Dios me estaba ofreciendo complacerme con un ministerio musical a nivel internacional - si lo quería.
Un artista de ese calibre está en el ojo público constantemente. Han aceptado que esa es parte de su vida, y unos verdaderamente lo disfrutan. Hay quienes se sienten perfectamente cómodos desnudando su alma delante de miles de extraños. Algunos aprovechan al máximo la plataforma que les ha sido dada, y desde allí forjan un mundo mejor. Es como si hubieran nacido para eso. Pero para el resto, la fama podría ser más bien una pesadilla.
Pensé en Abbie y los niños, haciendo maletas en la habitación del hotel. En el equipo de Adoremos con el que estábamos recorriendo Honduras, nuestro pequeño país menospreciado por el mundo y conocido por todas las razones equivocadas. Pensé en la vida reposada que llevamos en La Lima, con nuestros hermanos de IPV. ¡Cuán valiosas me son todas estas cosas a las que debe renunciar un artista famoso!
No, Señor. No creo que me hayas creado para las demandas de la fama. Disfruto demasiado de mi anonimato. Si me lo pides, sabes que te lo daré; pero si es mi elección, la respuesta es no, gracias.
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